5/31/2005

CAPITULO 23


Ahora que me invitaron a la boda de la hermana de un amigo, la imagen de una mujer vino a mi mente. Ahí va estar ella, pensé. Joder. Se trata de una mujer a la cual no le guardo mucha simpatía. Yo tampoco le caía bien, antes. Ahora me ve y sonríe, como si nada. Quizá le remuerde la consciencia.

Nunca una mujer me había demostrado tal aversión. Supongo que me deprimía verla en un antro, esos días, cuando yo salía a echar la copa con un amigo. Una mujer obesa, ella, un día nos conocimos por la hermana de mi amigo y ella supuso que debíamos llevar ese conocimiento a otros niveles.

Me temo que no fue así. La mujer nunca me simpatizó, no era mi tipo pues, pero nunca fui grosero con ella. Los efectos especiales de nuestro bello melodrama rindieron su grand finale una noche que ella andaba tomada, en un bar.

Avanzó hacia mí, y como sintiéndose traicionado por la falta de atención, despechada, me dijo que por qué tenía cara de enfermo. Me reí de su comentario, pensando que se trataba de una broma. Eso no hizo más que crecer su aversión.

La obesa, como si entrenara cinco veces al día el drama, me dijo que tenía cara de enfermo, que mis ojos se veían como si estuviera drogado, o bajo algún enervante controlado. Me lo dijo con tal filo y devoción, que sentí el verdadero ánimo de su persona. En ese momento, los ruidos del bar desaparecieron.

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