5/29/2013

La Poli

  Durante años frecuenté el centro de la ciudad. Cuando entré en la Secundaria Federal Lázaro Cárdenas, o la Poli, mis papás optaron por que me regresara en camión a mi casa. Una opción ruda. Un cambio para mí, que venía de una primaria particular.

  Para que se le forje el carácter.

  Sin embargo, el cambio me afectó. Terminé perdiéndome en esa escuela. Me perdía entre los amplios espacios, entre edificio y edificio. Yo, que estaba acostumbrado a una escuela pequeña, ahora tenía demasiados lugares a dónde ir, y las opciones me abrumaban. Nunca hice amigos. Se puede decir que pasé de noche la secundaria. Mis únicos recuerdos fueron los trayectos de ida y venida. De ida, en el carro apretado del papá de un amigo. De regreso, en camiones anodinos, desolados, indiferentes.

  Mis papás me daban unas monedas cada día, las cuales debía racionar en algún refrigerio en la escuela, y el transporte de regreso a mi casa. A veces le robaba unas monedas a mi papá de su tocador. A veces, en lugar de usar esas monedas en el camión —tomaba dos camiones: uno de la escuela al centro, y otro del centro a mi casa—, me ahorraba el dinero pidiendo raite y así pasaba a una panadería y me compraba un pan, ya que salía con mucha hambre de la escuela.

  Mi ingenuidad o falta de malicia no me hacían ver que pedir raite podía ser una actividad riesgosa para un joven de doce, trece años. Supongo que mi manera de ver la situación era más o menos así: qué tanto pueden hacerle a alguien que tiene que pedir raite porque no trae dinero. Sin embargo, nunca vi más allá. Nunca atisbé que podría haber otros peligros.

  Llegaba al centro y caminaba hasta dar con el otro camión. Caminar las calles del centro de Tijuana era muy rutinario y cómodo. Uno se acostumbraba pronto a andar entre el tráfico, la gente, los negocios, sin hacerle caso a nadie. Es decir, caminar rápido y no confiar. Solo una idea: llegar al destino, al pan dulce, al camión. 

  A veces hacía escalas para distraerme. Había una tienda de deportes en el centro, La popular. Allí echaba ojo a lo último en cuanto a guantes y bats de béisbol, el deporte que comenzaba a practicar con fruición con unos amigos de la colonia. En aquellos tiempos los Atléticos de Oakland eran mi equipo, también me gustaban los Dodgers de Los Ángeles, luego los Padres de San Diego.

  Al llegar a la licorería, de donde salía el camión, solía encontrarme con algunos conocidos que también iban a Playas. No es que fueran amigos, sino que compartíamos la ruta, el destino. Algunos no iban en mi escuela o salón, algunos eran más grandes. El caso es que todos íbamos al mismo lugar, y eso nos unía.

  Yo era el tranquilo, el que observaba a estos más adiestrados dominar el espacio del camión. Se sentaban en la parte de atrás, la zona de los rudos, para dominar a los que iban enfrente. Estudiantes, empleados, vagos, sirvientas, alcohólicos, músicos. De todo.

  Yo veía en silencio. Escasamente hablábamos. Quizá ellos bromeaban entre sí, pero yo nunca me metía.

5/21/2013

Ojos estirados

Las maestras son un tema muy interesante, dijo Severino, que despierta pasiones encontradas en un sujeto habilitado de imaginación. Por un lado, juegan un rol importante en la educación de la sociedad, por otro lado, guardan un misterio.

Severino pasó a relatarme cómo se había hecho aprendiz de una maestra de ojos estirados. Tenía ojos como de gato, dijo, luego ella me confesó que tenía parientes orientales, y de allí venía el look.

Era entendida en el arte de las pociones —así las llamo yo—, aunque ella me decía que se llamaban Flores de Bach. Yo siempre las entendí como pociones. Vengo por otra poción, le decía. Ella iba a su cuartito en la parte de atrás de su casa —vivía con su tía—, y más tarde regresaba con una botellita, dándome instrucciones de cómo debía ingerir la poción.

El único contacto que tenía con ella consistía cuando estiraba mi mano y la saludaba de mano. Ella tenía novio, y eso había quedado entredicho. Pasaron un par de sesiones, sin embargo, hasta que ella se sintió más en confianza, y yo lograba detenerle la mano más tiempo de lo normal, cuando nos saludábamos.

Yo sentía una gran cantidad de luz inundar mi corazón, cuando tocaba su mano. Un día se lo dije, a lo que ella pegó un gemido y pareció molestarse.

—Soy maestra señor, por favor —su voz quedita, bajando la mirada, mientras le detenía su pulcra mano.

Eso ocasionó que dejara de visitarla en su consulta, ya que el cargo de conciencia me ganó.

Severino me relató que solo la veía cuando dejaba a sus hijos en la escuela. La maestra se cruzaba de brazos cuando él llegaba, o cambiaba de dirección la mirada. Severino se acostumbró a tener solo recuerdos de ella.

A veces abría los ojos en la mitad de la noche, y la podía ver, su cara pulcra, su cabello largo, recién lavado, sus ojos estirados. Cómo se iba a fijar en mí, me dijo, un hombre calvo, con bigote, divorciado.

Un día la vi en un evento de la escuela de mis hijos. Estaba sentada en una banca, con las piernas cruzadas. A su lado estaba el que parecía ser su novio, le detenía la mano con mucha paciencia, mientras ella me lanzaba una mirada de ojos estirados, circunspecta. Qué estará pensando, me dije.

Sintiendo algo de pánico, o miedo, de que fuera a decirle al novio, me puse a platicar con otro maestro, el maestro Martín, de Educación Física.

Severino me dijo que luego vio que la maestra se paró, dejando al novio en la banca, y caminó a una mesa de comida, para quedar precisamente en la dirección de su mirada.

Severino le vio el rostro pulcro, limpio. Ella se giró y Severino sintió el contacto inquieto de su mirada.

—Debo irme —le dijo al maestro Martin—, dejé el auto mal estacionado.

Severino me dijo que la mirada de la maestra de ojos estirados, podía ser tan cálida como amenazadora, lo cual confundía a cualquiera.

Por lo que un día llegó decidido a solicitar otra poción, en la casa de la maestra. La maestra lo recibió con sus ojos estirados, y sonrisa impecable, tranquila.

—Buenas tardes profesora, he decidido volver a iniciar mi tratamiento antidepresivo.

La maestra lo vio emocionada y se estiraron la mano en un saludo que duró más allá de lo normal.

De noche, muy de noche, cuando se encontraba descansando, Severino se imaginaba que ella cerraba sus ojos estirados y abría la boca, esperando un beso.

Un día la maestra lo recibió como de costumbre, a las cuatro de la tarde, para entregarle una nueva botellita con Flores de Bach.

—Debe cuidar la postura señor —y le puso la mano en su espalda, mientras el creyó leer algo en su mirada, algo que lo movió por dentro.

Los ojos de ella nunca sonreían, me dijo Severino, pero te veían de una manera que te hacían participar activamente en verla. En una ocasión me sugirió una pose de yoga para aliviar un dolor de espalda, por lo que puso su mano en mi ingle y la mantuvo allí. Me dijo algo del kundalini, que no recuerdo,  y me hizo flexionar la pierna, ocasionando que su mano resbalara hacia mi entrepierna. ¡Profesora!, pensé. Pero ella se puso de pie y cruzó sus brazos, como lo hacía cuando me veía en la escuela. Solo me miró a los ojos con un gesto muy elegante que no había visto en sus ojos estirados. Era una combinación de sonrisa tímida y chispa de alegría.

5/14/2013

De escribir

  De los escritores de Tijuana —aunque él no es de Tijuana—, siempre puedo respetar a Daniel Salinas. Un periodista que ha incursionado también en la literatura, y lo hace con tremenda garra narrativa. De alguna manera tiene lo que todo buen periodista debiera. Trasfondo literario para narrar. No todos los periodistas han leído una novela. Quiero pensar que leen lo que está en la mesa de bestsellers de Sanborns, pero Daniel siempre ha ido más allá. Incluso más allá que muchos escritores.

  Hay otra cosa que conmueve, su determinación, su lealtad al oficio. Creo que él llegó a los blogs después que yo. El caso es que yo abandoné el mío por varios años —6, 7—, mientras él sigue con el suyo. Si eso no es fidelidad a la escritura, no sé qué es. Escribir a pesar de circunstancias y adversidades de la vida es admirable.

  Mi excusa primaria —y a la fecha—, es que la vida me jaló hacia otros rumbos. Razón numero uno: la realidad de la familia. Cuántas veces no se lee por allí que el arte y la familia no pueden convivir. Lo presentía, luego lo viví al tener hijos. No es reproche, es solo explicación en cuanto a que, aunque uno quisiera continuar siendo escritor, la realidad de la vida se impone para alejar a uno del camino.

  Siempre mantuve la chispa de escribir haciendo mis cosas, aun y cuando la falta de tiempo y sobretodo, energía, me impedían hacerlo con interés. Me era difícil escribir con la misma creatividad, sin ver mis letras empañadas de la realidad diaria, de los retos de ser papá y tener que proveer. Nunca es fácil, ni lo será. Por allí dos o tres casos de escritores que no pudieron y se divorciaron.

  Yo sigo en lo mío, balanceando esto con lo otro. Al parecer siento una renovación, misma que como toda vela encendida, podría ser apagada por una ráfaga inesperada de la vida.

5/13/2013

Una idea, una palabra, una imagen

Una cosa agradable de escribir cuentos es que puedes crear un argumento a partir de los detalles más nimios. Una idea que brota en tu mente, una palabra, una imagen, cualquier cosa. En la mayoría de los casos es como la improvisación en el jazz, y el argumento me lleva a donde le plazca.

—Haruki Murakami


Blanco abstracto

Blanco, nada, neutral, vacío, silencio.
¿Se trata de una condición?
No hay respuesta: nada, silencio, blanco.
¡Fundido en blanco! 

La tarde pasa, no hay nada que hacer.

Llegar al blanco, al vacío —el inevitable vacío—, intimida.
Intimida como un embarazo indeseado.
Luz y obscuridad, habitando el mismo espacio.
Silencio cerrado.

Anduve buscando la respuesta, la respuesta probablemente esté aquí.

5/08/2013

Facebooks

  De mi no-incursión a Facebook, tengo esto que decir.

  No soy de redes sociales, en definitiva.

  Mi naturaleza no se presta para estar expuesto a las arbitrariedades de las interacciones sociales, a las omisiones u indiferencias derivadas de sentimientos encontrados. Suficiente trabajo lidiar con este fenomeno en persona, que cuando se da en un espacio tan impersonal como Internet (caras no vemos), no puedo lidiar con él de forma neutral.

  Un analista me diría que precisamente la manera de superar estos obstáculos es enfrentándome a ellos de forma frontal, categórica, sin lugar a duda. Yo le diría que tiene razón.

  En este momento, sin embargo, elijo tomar esta postura antisocial (de nuevo) ante una red social como Facebook, donde de todas maneras, hay un estatus quo de 'Mira mi vida qué hermosa es, puedes darme un like o comentar en mi status update, pero eso no significa que haré lo mismo contigo, en tu perfil, en tus actualizaciones'.

  Esta falta de equidad es lo que me mueve a dudar de estos ambientes. Me parece una proyección del ego elevada a la milenaria potencia. Demasiado yo yo yo, sin nada de retroalimentación, sin nada de regresar el favor.

  Si para socializar uno debe hacer eso, prefiero no hacerlo. Tampoco se trata de ser un adulador lamebotas de personas acostumbradas a recibir elogios para que su ego se infle más y más, y sigan compartiendo lo maravilloso que es su vida, su familia, sus viajes, sus pensares.

  No no no. Así no voy. Prefiero la marginalidad del libre pensamiento, y después de todo, la escritura. Que a final de cuentas, es bastante solitaria.

5/04/2013

AGRESIONES

La descomposición de una sociedad se proyecta en pequeñas cosas. Por ejemplo en la manera de conducir el auto. He allí donde sale el verdader color, donde se mide la temperatura del caos. Una ciudad como Tijuana, por ejemplo. Un sábado a medio día, cuando visitan los norteamericanos que vienen a conducir como cavernícolas porque en USA no se atreven a hacerlo. Un jueves o martes, cuando la gente está vuelta loca por las calles con hoyos y las desviaciones que deben tomar. El caos está presente, y una ciudad como Tijuana, donde no hay una regulación del tránsito, es lugar idóneo para que impere un ánimo de 'tú hazle como puedas'. Se te mete un auto o te avientan el auto. Se pasan los semáforos con una facilidad que da miedo. Los conductores cometen decisiones maquiavélicas donde menos deben hacerlo, en un semáforo o plena avenida. El caos reina y es un derivado del estrés social, laboral y densidad de población. Mucha gente queriendo llegar al mismo lugar por vías inadecuadas que no satisfacen el flujo vehícular. Caos y locura, ya proyectada, ya desbordándose, porque la gente vive al día, y si te quejas, si tocas tu cláxon, cuidado, no sabes con quién te metes.