Durante años frecuenté el centro de la ciudad. Cuando entré en la Secundaria Federal Lázaro Cárdenas, o la Poli, mis papás optaron por que me regresara en camión a mi casa. Una opción ruda. Un cambio para mí, que venía de una primaria particular.
Para que se le forje el carácter.
Sin embargo, el cambio me afectó. Terminé perdiéndome en esa escuela. Me perdía entre los amplios espacios, entre edificio y edificio. Yo, que estaba acostumbrado a una escuela pequeña, ahora tenía demasiados lugares a dónde ir, y las opciones me abrumaban. Nunca hice amigos. Se puede decir que pasé de noche la secundaria. Mis únicos recuerdos fueron los trayectos de ida y venida. De ida, en el carro apretado del papá de un amigo. De regreso, en camiones anodinos, desolados, indiferentes.
Mis papás me daban unas monedas cada día, las cuales debía racionar en algún refrigerio en la escuela, y el transporte de regreso a mi casa. A veces le robaba unas monedas a mi papá de su tocador. A veces, en lugar de usar esas monedas en el camión —tomaba dos camiones: uno de la escuela al centro, y otro del centro a mi casa—, me ahorraba el dinero pidiendo raite y así pasaba a una panadería y me compraba un pan, ya que salía con mucha hambre de la escuela.
Mi ingenuidad o falta de malicia no me hacían ver que pedir raite podía ser una actividad riesgosa para un joven de doce, trece años. Supongo que mi manera de ver la situación era más o menos así: qué tanto pueden hacerle a alguien que tiene que pedir raite porque no trae dinero. Sin embargo, nunca vi más allá. Nunca atisbé que podría haber otros peligros.
Llegaba al centro y caminaba hasta dar con el otro camión. Caminar las calles del centro de Tijuana era muy rutinario y cómodo. Uno se acostumbraba pronto a andar entre el tráfico, la gente, los negocios, sin hacerle caso a nadie. Es decir, caminar rápido y no confiar. Solo una idea: llegar al destino, al pan dulce, al camión.
A veces hacía escalas para distraerme. Había una tienda de deportes en el centro, La popular. Allí echaba ojo a lo último en cuanto a guantes y bats de béisbol, el deporte que comenzaba a practicar con fruición con unos amigos de la colonia. En aquellos tiempos los Atléticos de Oakland eran mi equipo, también me gustaban los Dodgers de Los Ángeles, luego los Padres de San Diego.
Al llegar a la licorería, de donde salía el camión, solía encontrarme con algunos conocidos que también iban a Playas. No es que fueran amigos, sino que compartíamos la ruta, el destino. Algunos no iban en mi escuela o salón, algunos eran más grandes. El caso es que todos íbamos al mismo lugar, y eso nos unía.
Yo era el tranquilo, el que observaba a estos más adiestrados dominar el espacio del camión. Se sentaban en la parte de atrás, la zona de los rudos, para dominar a los que iban enfrente. Estudiantes, empleados, vagos, sirvientas, alcohólicos, músicos. De todo.
Yo veía en silencio. Escasamente hablábamos. Quizá ellos bromeaban entre sí, pero yo nunca me metía.
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