Lo veo venir, su cabellera afro de los setentas, de vigencia retro. El hombre sabio, con su chaqueta negra y collares en el cuello. A su lado va su mujer, aparentemente lesionada en algún accidente. Cojea, y lleva un aparato para caminar. El hombre del afro la ayuda a caminar, a cruzar la calle, en dirección hacia mí. El hombre me conoce, yo lo conozco. Somos pues, conocidos del pequeño barrio tijuanense.
El hombre, sin embargo, se hace el occiso, la virgen le llama.
Voltea a un lado, voltea al otro, cuando estamos a metros de distancia baja la mirada al pavimento en comportamiento justificado de que, va ayudando a su mujer a caminar y no puede voltear a verme. Pero claro que puede, es solo que elige no hacerlo.
Yo también he ignorado a gente que me encuentro y que no quiero saludar. Debo confesar, sin embargo, que cuando hago ese comportamiento, me duele. Me duele, porque sé muy bien que estoy haciendo una canallada, que la otra persona se va sentir ignorada, pisoteada, y refutada como si no existiera o no fuera importante.
Todos lo hemos hecho, pero siempre duele.
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