Estaba merodeando entre estantes de audiobooks cuando un gentil se puso a mi lado en busca de los mismos contenidos. Problema. El amigo despedía un hedor a bacalao en aceite de ajo hijodeputa.
Pero era el ajo. El ajo filtrado por los poros de su piel sudorosa.
Su pestilencia me repelió como un insecto. No voltee a ver al hombre. De reojo diagnostiqué su presencia. Se trataba de un desafortunado. Vestía tenis y shorts, barba. Ha de comer ajo diario, pensé.
Eso me hizo recordar mis días cuando me echaba raciones de ajo. Al parecer las propiedades medicinales del ajo son especialmente potentes, el mejor antibiótico natural, dicen.
Ariadna era la única persona (dormía con ella), que me hacía saber de mi pestilente ejercicio medicinal. Hueles a ajo, me decía, y yo distinguía en sus ojos un sufrimiento real.
Tan real como el gentil de la biblioteca.
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