Decidimos mandar a desaparecer al perro. Hacía mucho ruido, sobre todo en la noche, cuando dormíamos. La vecina ni en cuenta. Ella feliz, colgada del teléfono, con un cigarro en la mano, y una copa en la otra. La habían dejado sus hijos. Sus ataques de rabia, curiosamente como el perro, fueron demasiado.
Lo difícil fue encontrar alguien que hiciera ese tipo de trabajo. Aunque tampoco tan difícil. Hoy en día hay mucho vaguito por las calles, buscando un chance, echando un ojo. En fin, no muy difícil, después de todo.
—Y de paso te llevas al otro perro —le dijimos—, al del vecino.
Entre ambos hacían mucho ruido. Eran un equipo, un combo malévolo, por no decir culero. Curiosamente ambos llegaron al mismo tiempo, como un regalo del infierno, y curiosamente ambos perros eran callejeros, o sea tenían el estigma. O sea, esto ya estaba predestinado. Pero uno puede cambiar su destino, ¿no?
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